Después de un larguísimo día de trabajo, de esos que amanecen con una lista enorme de temas pendientes y en el que encima he tenido que ir a Valladolid, por diversos asuntos, no esperaba una de esas sorpresas que a uno le dejan un sabor extraño: mezcla de sensaciones, alegría por un lado, angustia por otro…
El caso es que llegando al límite a Madrid para poder recoger a mis hijas, con el correo cargado de problemas por un final de un año que quiere todo lo que no pudo hacer durante el mismo, estaba esperando el autobús del cole de mi hija mayor, cuando de pronto, a mi lado, un señor muy mayor buscaba en el suelo la moneda que se le acababa de escapar de entre sus temblorosos dedos. Mi hija Ana, de apenas dos años y medio, rápida como nunca vi a nadie y captando una misteriosa posibilidad de ayudar -un teólogo me dijo que los niños pequeños son como los ángeles- se agacha y le entrega la moneda –de veinte céntimos- al pobre anciano…
-Muchas gracias nena. Y a usted señor, por educarla…
-No se preocupe.
Sonrojado, miro para otro lado a ver si llega el autobús de mi otra hija. La pequeña departe con el anciano.
-Es que me acaban de robar.
Entonces intervengo…
-¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Llamamos a la policía?
-No, no, si me tengo que ir a casa. Luchi mi mujer me espera. He bajado para buscar mi coche. Y tengo que ir a ver a mi madre.
Me quedo pensando... “¿A su madre? Pero si este señor tiene lo menos noventa años.” Reacciono:
-¿Dónde vive usted?
-Yo antes vivía en Narváez, cuando tenía la empresa de construcción y ganaba dinero. Luego ya viví cerca de Arturo Soria. Pero también viví por Atocha, cuando la guerra…
-Vaya… ¿No tiene un número de teléfono?
Me entrega un ticket del bar…
-¿Hijos, tiene hijos?
-Me tienen abandonado… Pero mi mujer está en casa. Y mi mamá. Llámela.
Siento rabia y angustia. Me entrega una tarjeta. Es de una residencia de ancianos. Llamo. Se había escapado. Su aspecto es fantástico. Su conversación, fluida. Pero me advierten de que su degeneración neuronal es muy avanzada. Está muy enfermo. Me tranquilizan porque me dicen que lo del robo es lo que siempre cuenta cuando se escapa. Vendrán a recogerle. Esperamos veinte minutos. Charlamos.
-Así que le tocó la guerra…
-Pues sí. La guerra de los españoles contra los no españoles. Yo estaba en Madrid. Soy de Madrid de siempre. Luché con los dos. Me fue bien con todos, pero al final nadie tenia razón. Fue terrible. Luego yo gané mucho dinero, porque antes, en la construcción se ganaba, porque se trabajaba. Luego ya querían ganar dinero sin trabajar y pasó lo que pasó…
“Menuda lección, tiene toda la razón… ¿Razón?” Pienso. Impresionado, cambio de tema.
-¿No tiene usted frío?
-No, qué va. Si yo en la guerra y en las obras me acostumbré a todo.
Mis hijas cantan “El patio de mi casa”, aburridas por la espera. Por fin llega una profesional de la clínica.
-Gracias Blas. Señor Don Ginés, que tenemos que ir a la "oficina."
Muy educado, el anciano, se dirige a mis hijas y luego a mí:
-Niñas, tengo mucho trabajo. Les prometo que les haré un regalo, me ha gustado mucho su canción. A usted le agradezco mucho su tiempo. Espero verle pronto. Déme su tarjeta.
Se la doy y le prometo visitarle. El me entrega su “tarjeta”: es de nuevo el ticket del bar…
Juraría que este señor, a pesar de esta enfermedad dura y terrible no está enfermo del todo, porque mucho más enfermo está el mundo que nos rodea… O al menos esa enfermedad podría tener que ver con el misterio de la vida... Quizá con el misterio de ser como niños, para alcanzar el cielo. Lección de inteligencia y sensatez en un mundo loco… El anciano se iba a su "oficina." Estaba feliz. Y yo ya no tenía angustia, porque el misterio es una puerta que debe abrirse para encontrar las respuestas que nos traen paz y alegría… Y mis hijas han aprendido. Han captado un pequeño bien al ayudar. Así lo contaba a su madre mi hija pequeña:
-Mamá, hemos ayudado a un abuelo que le habían robado las monedas…