Abordo el reto de escribir sobre un tema delicado convencido de que puede servir para un debate fructífero, además de aclarar algunas cuestiones. Quiero indicar que estamos ante uno de esos trucos del lenguaje políticamente correcto que busca eludir la confrontación intelectual con sus contradicciones descalificando a los oponentes, con la aplicación de términos o consignas agresivas y simplificadoras que convierten en loco o monstruo a quien osa replicar contra las imposiciones del pensamiento único dominante.
Ése caso se produce cuando se intenta ahondar en el grave problema de la inmigración en las sociedades occidentales. Rápidamente el complejo debate queda anulado cuando llega inmediatamente el insulto de “xenófobo” de la misma manera que cualquier opinión que no asuma lo que imponen los lobbies gays queda reducida a una expresión “homófoba.” No nos vamos a callar, porque lo que diremos no tiene nada que ver con esos calificativos que retratan el poco nivel de quien los vomita.
El pensamiento tradicional español, inspirado en un auténtico catolicismo, es pionero en respetar tanto los derechos de los ciudadanos del propio suelo original de la nación como el de los ciudadanos de los territorios que se incorporaban al más inmenso imperio que conociera la Historia. Nos referimos a la claridad de ideas de Isabel la Católica, de Carlos V y de Felipe II; y a las de la Escuela de Salamanca: a pesar de los errores nunca hubo dudas de que los habitantes de más allá de los mares eran ciudadanos de las Españas con todos los derechos. Cosa digna de presumir, ya que algunas naciones esperaron al Siglo XIX para abolir la esclavitud o al XX para conceder el mismo nivel de ciudadanía a los negros.
Con varias anécdotas de la vida, intentaré abordar la gravedad del problema a nivel económico y a nivel cultural:
El otro día, leí en el diario de cierta secta mediática nacida de los últimos poderes del franquismo –qué bien mantienen algunos su poder en dictadura o democracia- contundentes críticas de la reforma sanitaria del Gobierno de Rajoy sacando a relucir el lamentable caso de que con las nuevas leyes que pretenden ahorrar costes al sistema de salud, “un inmigrante irregular con tuberculosis se quedaba sin atención médica.” Si en esta sociedad se pensara con criterio, caería el redactor inmediatamente en la cuenta de que el fondo del problema no está en la dureza sentimental de ver a un inmigrante que se queda sin medicinas, sino que se sitúa precisamente en que tenemos inmigrantes irregulares. ¿Cuándo entenderán algunos que el Estado no debe ejercer la caridad, entre otras cosas, porque además de hacerlo mal y a un precio altísimo, la caridad se realiza de persona a persona, porque es una cuestión de amor? Aquí queda reflejado el problema económico de la inmigración: en una economía agotada, no podemos ser la enfermería del mundo. Quede claro que todo el que asuma sus cotizaciones legales a la Seguridad Social de acuerdo a la legislación, tiene derecho a una asistencia correcta, venga de donde venga. En éste sentido, la labor que hace la Iglesia en los territorios que sufren una inmensa pobreza muestran el camino correcto para abordar el drama: desarrollar de una vez los países de origen en vez de lanzar a hombres, mujeres y niños a un mundo distinto y difícil, que muchas veces jamás les dará lo que soñaron cuando dejaban su tierra.
Hace casi ocho años tuve ocasión, con motivo de una celebración familiar, charlar con un obispo de una diócesis del sur de España. Recuerdo su angustiosa exposición sobre el problema de la inmigración musulmana en la capital de su provincia. Nos explicaba como los inmigrantes colonizaban barrios comprando casas y locales, financiados a veces por las monarquías dictatoriales de Arabia y Marruecos. Iban comprando pisos en una comunidad, luego dominaban una manzana, controlaban un colegio, construían su mezquita y, al final, se hacían con el comercio del barrio, donde mayoritariamente venden productos que sólo consumen ellos. En pocos años, se habían adueñado de algunos pueblos enteros y de gran parte de la capital de la provincia. Por supuesto, por mucho que ahora intenten contarnos eso de la tolerancia multicultural, habían aumentado los problemas de convivencia y muchos ciudadanos españoles se habían marchado a otros pueblos o ciudades. Con este ejemplo queda retratado fundamentalmente el problema de la inmigración en el ámbito cultural, que sólo se produce cuando llegan personas con otra cultura que, en lugar de adaptarse al país de acogida intentan -y logran con el tiempo- una conquista cultural. Es verdad que en este punto conviene señalar que el abandono de las propias tradiciones culturales españolas o europeas facilita la expansión de las ideas invasoras. Aquí, la izquierda se convierte en una aliada de la invasión cultural islamista, no sólo contribuyendo a demoler la estructura del enorme edificio de la cultura europea, sino también apoyando políticamente a los musulmanes mientras que persigue a la Iglesia. También, debe señalarse que hay inmigrantes de otras procedencias que no suponen un problema cultural, como es el caso de los pueblos europeos o de los hermanos de Hispanoamérica. Por último, es justo indicar que existen casos particulares positivos en el caso de la inmigración musulmana que sabe adaptarse y negativos en el caso de los hispanoamericanos o europeos que viene con un claro objetivo de delinquir.
La semana pasada una persona me insultó porque en Twitter escribí que “iba a comprar pan al chino.” Aquel sujeto sostenía que comprar pan en un chino era una traición a la nación por no apoyar el comercio local. No me preocupa que me descalifiquen por una pistola, que por cierto está bastante buena y resulta que la que vende el chino, nacido en España, viene de una fábrica de pan de Valdemoro y sólo cuesta 0,45 €… Pero con esta anécdota que muestra las quejas ante el auge de los chinos, abordaremos también el caso de la inmigración de los chinos, que, digámoslo claro, es una auténtica colonización económica pero no veo tan claro que suponga un problema cultural. Resulta, aún así, una injusticia que los chinos se beneficien de ventajas de las que carecen los españoles y que les permiten que sus negocios sean más competitivos. ¿Es del todo cierta esa afirmación tan extendida? En cualquier caso, no creo que haya muchos españoles dispuestos a regentar un negocio como lo hacen los chinos. Si se gana tanto dinero, ¿por qué no hay tiendas como las de los chinos en manos de españoles? Porque ha resultado que la cadena de supermercados DIA acaba de inspirarse en las tiendas de los chinos para vender productos baratos, durante casi todo el día y festivos, a precios muy competitivos. No es un asunto sencillo, porque podría darse el caso de que, después de una conquista comercial, los chinos pudieran tener como objetivo una transformación de la cultura que les acoge.
El caso de Francia, un país con una inmensa inmigración musulmana, es un ejemplo a lo grande de lo que ocurre en casi toda Europa. Pero en Europa se ha decidido despachar el éxito de Marine Le Pen con el cuento de la ultraderecha y la xenofobia, en vez de profundizar en la preocupación de los seis millones y medio de franceses que han expresado su malestar con el rumbo que han tomado Francia y Europa, votando al Frente Nacional. El caso más parecido en España es la Plataforma por Cataluña de Anglada, que se enfrenta al problema de la inmigración islamista en Cataluña, donde el asunto es especialmente grave.
Con todo, concluyo que rechazar estas consideraciones como mera “xenofobia” no aminora el grave problema humano de la inmigración, tanto para la sociedad que la recibe como para el ser humano que llega, que a mí también me apena y preocupa. Desde el punto de vista cristiano no conviene caer en un buenismo imposible para una política coherente, si bien en nuestros fundamentos culturales –como se ha señalado- encontramos los mejores cimientos para el respeto a los derechos humanos que toda persona tiene. Una vez planteada la cuestión, queda abierto el debate: ¿qué les parece todo esto?
Con todo, concluyo que rechazar estas consideraciones como mera “xenofobia” no aminora el grave problema humano de la inmigración, tanto para la sociedad que la recibe como para el ser humano que llega, que a mí también me apena y preocupa. Desde el punto de vista cristiano no conviene caer en un buenismo imposible para una política coherente, si bien en nuestros fundamentos culturales –como se ha señalado- encontramos los mejores cimientos para el respeto a los derechos humanos que toda persona tiene. Una vez planteada la cuestión, queda abierto el debate: ¿qué les parece todo esto?